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¡Oh Madre cuánto, cuánto te hemos costado!

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Abr 8, 2022

LOS DOLORES DE LA VIRGEN MARIA
Una mirada a tan hermosa devoción

Por: José Castillo

La teología, la liturgia, la piedad popular y el arte cristiano han centrado con frecuencia su atención en uno de los episodios más sensibles y entrañables del Evangelio: la compasión de María manifestada en su dolor, profetizado ya por el anciano Simeón en la presentación de su Hijo en el Templo: “Y a ti, una espada te traspasará el alma” (Lc 2, 35).

La espada atravesando el corazón de la Virgen es símbolo de sus sufrimientos o dolores, de las penas que María ofrece a Dios unidas a las de Cristo, especialmente durante la Pasión, en favor de la salvación del género humano.

En los primeros siglos del cristianismo, los santos padres y otros escritores eclesiásticos contribuyeron a dar cuerpo a la devoción de los Dolores de la Virgen extrayendo las consecuencias teológicas de las referencias evangélicas relativas a la presencia de María en el misterio de Cristo y, muy especialmente, en su Pasión.

Tanto en Oriente como en Occidente a finales del siglo VIII la interpretación común es que la espada representa la compasión de María, cuyo culto se desarrollará con fuerza en los siglos siguientes; los autores tratan de penetrar en los sentimientos más íntimos de la Virgen durante la Pasión de Cristo.

En la cristiandad occidental los autores se complacen en mostrar esos sentimientos de María y así tenemos a san Beda el Venerable o a Pascasio Radberto quien señala a la Virgen como “más que mártir”, imagen afortunada recogida por Honorio de Autun y repetida luego abundantemente, destacando san Bernardo quien, de forma auténticamente conmovedora, refería en sus sermones todos los tormentos de la Pasión a la Virgen, que los sufría en su espíritu de forma real.

No obstante, el desarrollo y popularidad de la devoción a la compasión, Santa Brígida en sus Revelaciones indicaba que la Virgen le había dicho las siguientes palabras: “Mas ahora miro a todos los que viven en el mundo, por ver si hay quien se compadezca de mí y mediten mi dolor; mas hallo poquísimos que piensen en mi tribulación y padecimientos”. Sin duda, una llamada de atención de la santa princesa de Suecia a sus contemporáneos con el fin de urgirles a la conversión por medio de la contemplación de la pasión de Cristo y los dolores de su Madre.

La devoción continuó evolucionando conforme lo hacía su paralela de los gozos o alegrías de María. Cuando en el siglo XIII se hable ya de los “siete gozos” de Nuestra Señora (por primera vez en el poema Virgo templum Trinitatis del canciller Felipe) comenzará también a hablarse de los “siete dolores”, en cuya fijación desempeñaron un papel principal los servitas. Estos siete dolores son:

1º.- la profecía de Simeón;

2º.- la huida a Egipto;

3º.- el Niño perdido y hallado en el Templo;

4º.- el encuentro de Jesús y su Madre en la calle de la Amargura;

5º.- la Crucifixión y muerte del Señor;

6º.- el descendimiento de la Cruz; y

7º.- la sepultura del Señor y la soledad de María.

La Orden de los Siervos de la Virgen María

Benedicto XIV y otros autores creen que la fijación de los dolores de la Virgen en siete se debe principalmente a los siete santos fundadores de la Orden de los Siervos de la Virgen María, afirmación que no está históricamente comprobada.  De lo que no cabe duda, sin embargo, es de que esta orden contribuyó decisivamente a fijar y extender la devoción a la Virgen de los Dolores por todo el occidente cristiano.

La Orden de los Siervos de la Virgen María, popularmente conocidos como servitas, fue fundada en Florencia en 1233 por siete jóvenes deseosos de alcanzar mayor perfección cristiana impulsados por su devoción a la Virgen (todos ellos pertenecían a la Sociedad Mayor de Nuestra Señora, cuyos miembros eran conocidos como laudenses)

Según narra la Legenda de origine Ordinis Servorum, mientras se encontraban en oración durante la noche del Viernes Santo de 1240, recibieron la aparición de la Virgen vestida con hábito negro, que les ordenó fuera adoptado como distintivo de la nueva Orden que habrían de comenzar bajo la Regla de san Agustín. Los hechos fueron luego adornados con adiciones legendarias que se transmitieron edición tras edición:

“La noche del Viernes Santo de aquella misma Quaresma, que fue a 25 de Marzo, día también dedicado a la Anunciación de nuestra Señora; a la Encarnación del Divino Verbo, y a su preciosísima Muerte; estando en altísima contemplación… (Vieron cómo) descendía la Augusta Emperatriz de Cielo y Tierra, servida, y adorada de muchos Choros de Ángeles, y que unos traían siete Hábitos Negros; otros misteriosas insignias de la divina Pasión; un ángel tenia abierto un hermoso Libro; otro un Escudo de Armas que en su campo azul se leía de letras de Oro este Lema:

SIERVOS DE MARIA; y otro Ángel presentaba una Palma vistosísima, y acercándose la Santísima Virgen a los siete estáticos, y dichosos Siervos suyos, que no se atrevían a levantar los ojos de humilde encogimiento, les dio con amorosa benignidad la Regla de San Agustín, que contenía aquel hermoso libro; los aclamó por verdaderos Siervos suyos, dándoles pacifica posesión de este soberano Titulo, que tantas veces les vaticinó por boca de los niños; los vistió de aquel Habito Negro, que tejió en el Cielo su primorosa mano, teñido con la tinta negra de nuestros pecados, e ingratitudes, que fueron la causa de sus Dolores (con que depusieron el ceniciento, que hasta entonces usaron) y selló tan especiales finezas con estas dulcísimas palabras: Recibir este Habito lúgubre, que perpetuamente vestiréis, y todos mis Hijos y Siervos, para traer siempre ante los ojos de la consideración la memoria de mis Dolores, Viudez y Soledad; y con vuestra vida irreprehensible, Santos Ejercicios, Predicación, y Ejemplos habéis de encender, y enfervorizar a todos los mortales en el culto, y compasión de mis Dolores”

Ésta es la fundación propiamente dicha de la Orden, momento a partir del cual empezaron a juntárseles otros con el mismo propósito. En 1249 reciben de Sixto IV la primera aprobación pontificia, confirmada por su sucesor Alejandro IV en marzo de 1256.

El fin y objeto propio de esta nueva Orden de los Siervos de la Virgen María era la santificación de sus miembros y de todo el mundo por medio de la devoción a la Virgen, especialmente mediante la contemplación de sus Dolores durante la Pasión y Muerte de su Hijo. No resulta, pues, extraño que alcanzara gran popularidad entre el pueblo cristiano habituado a vivir esta devoción, por la que sentía un gran aprecio.

Para conseguir su fin, la Orden abrió sus puertas a los laicos mediante la institución de la Venerable Orden Tercera de Nuestra Señora de los Dolores (a partir de ahora, V.O.T.). Y, de igual manera, se sirvió de la fundación de cofradías y hermandades para el fomento del culto a la Dolorosa, si bien éstas ya existían con anterioridad. En cualquier caso, conviene saber que hasta 1692 no va a ser oficial el patronazgo de la Virgen de los Dolores sobre la Orden servita; el 9 de agosto de dicho año, el papa Inocencio XII la proclamaba patrona canónica principal de la Orden en atención a la devoción que desde sus orígenes venía manifestando hacia los Dolores de la Virgen.

¿Por qué venerar con el alma y el corazón los dolores de María?

No cabe duda pues que en la medida en que crece la sensibilidad, crece el dolor. Ahora bien, después de la humanidad de Jesús, ¿qué finura de alma puede compararse con la exquisita de María? Fue delicadísima, porque fue mujer, porque fue virgen, porque fue madre, porque fue santa. La mujer «bendita entre todas» y prototipo de todas las mujeres; la Virgen de las vírgenes, de una pureza inmaculada; la Madre en cuyo Corazón pudo caber un amor que envolvió al Hombre Dios y a toda la humanidad; el alma más santadonde parece que se agotó el poder de Dios. Por eso fue de una sensibilidad sin igual. Por eso también sufrió como nadie.

¡Otro de los motivos que aumentaron su pena fue el comprobar que su dolor, lejos de disminuir el de su Hijo, lo aumentaba. No puede haber un hijo bien nacido que no sufra con las penas de su madre, tanto y más que con las suyas propias. ¿Qué decir de Jesús el hijo más amantísimo que ha existido?

Además, aquí era un flujo y reflujo: María sufría por los sufrimientos de Jesús y por aumentar Ella el dolor de su Hijo. Jesús sufría de ver penar a su Madre y muy en especial, por ser Él el motivo de las penas de María.

Alguien expresó: «Que nadie se admire si digo que el dolor de María no tuvo semejante, que produjo en Ella efectos que no se pueden encontrar en ninguna otra parte, porque no hay nada que pueda producirlos parecidos.

El Padre y el Hijo comparten en la eternidad una misma gloria; la Madre y el Hijo comparten en el tiempo los mismos sufrimientos. El Padre y el Hijo tienen una misma fuente de felicidad; la Madre y el Hijo, un mismo torrente de amargura. El Padre y el Hijo, un mismo trono; la Madre y el Hijo, una misma cruz.

Señalemos un último motivo -no porque se hayan agotado, sino en favor de la brevedad- que aumentó el dolor de María. Es indudable que Jesús por ser nuestro Redentor, Salvador y Santificador, por ser la Cabeza de su Cuerpo místico, por ser una sola cosa con nosotros, hizo suyos todos los sufrimientos de los hombres en la sucesión de los siglos. Antes de herir nuestro corazón, hirieron el suyo.

Pues bien, todas esas penas que se han sufrido y se sufrirán en la tierra María las hizo suyas por un doble título: por haberlas hecho suyas su Hijo divino y por ser nuestras, de nosotros que somos también sus hijos.

Cierro este particular artículo, previo a la semana mayor, para asentar una frase del libro “El martirio de María”

¡Oh Madre cuánto, cuánto te hemos costado!

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